Como los personajes de Everest (2015) que no atinan a precisar las razones que los mueven a emprender la aventura en la montaña, el protagonista de En la cuerda floja (The Walk, 2015) no ofrece un motivo convincente para llevar a cabo la proeza que recoge la cinta: cae en los terrenos de lo inefable; es una especie de llamado sobrenatural, una invitación que para él es irresistible, que además de grandes dosis de adrenalina presenta atisbos de belleza. Como en la primera, sin embargo, uno está más que dispuesto a acompañarlo en su aventura.
En la cuerda floja es la más reciente entrega de Robert Zemeckis, responsable entre otras de la trilogía Volver al futuro (1985-1990), Forrest Gump (1994) y Contacto (1997). Se inspira en el libro Alcanzar las nubes, en el que Philippe Petit cuenta su trayectoria como funambulista. En sus inicios, en los años setenta, se dedica a hacer actos de magia callejeros en su natal Francia, pero cuando Petit (Joseph Gordon-Levitt) se entera de la construcción de las torres gemelas del World Trade Center en Nueva York, se obsesiona con cruzarlas sobre un alambre. Para ello cuenta con el apoyo de un puñado de cómplices. Pero además de las dificultades y peligros de la caminata (título original de la cinta), es necesario burlar a las autoridades, pues se trata de una aventura ilegal.
Zemeckis reconstruye con solvencia los años setenta. Luz, vestuarios y maquillajes son más que verosímiles y hacen vívida en pantalla una época que se movía entre la novedad espectacular y el desinterés y el desencanto. A ello contribuye de buena manera la labor del cinefotógrafo polaco Dariusz Wolski (quien ha trabajado en las entregas más recientes de Ridley Scott y es además responsable de la luz de la saga Piratas del Caribe), que aporta un toque de fantasía al espacio que registra. Realizador y cinefotógrafo también hacen buen uso de la profundidad de campo y la perspectiva en el pasaje clave de la cinta: la caminata. Zemeckis hace gala de su capacidad para contar con la cámara y propone una serie de movimientos y angulaciones afortunadísimos. Desde ellas acompañamos a Petit y es inevitable compartir el vértigo, el peligro, la sensación del riesgo que él corre (acrófobos, absténganse… o, mejor, arriésguense). Las emociones se multiplican como si estuviéramos siguiendo un deporte extremo (¿lo que a fin de cuentas es el funambulismo?). Ahí está lo mejor de la cinta y acaso el único punto de interés. Ver todo esto en 3D es imperioso: pocas veces el uso de este recurso es tan afortunado, tan necesario para el relato como para la emoción.
No está de más anotar que estamos hablando de los últimos 40 minutos de la cinta. Hasta ahí, el asunto es más bien discreto, por no decir que antipático. Porque si bien el personaje es notable por su terquedad y se empeña en intimar con el espectador (a quien toma por confidente), lo cierto es que su interminable parloteo, con un acento extraño (lo mismo cuando habla en inglés como cuando lo hace en francés), resulta más bien fastidioso. Por otra parte, fuera de la caminata de marras su biografía (o al menos lo que de ella se ventila en pantalla) no reserva pasajes particularmente memorables. Sobresale el afán de contrariar la voluntad paterna y perseguir su meta (o, como dicen los norteamericanos, su sueño), arista infaltable en las películas de superación personal, pero también su indiferencia por sus cómplices, que son personajes en verdad secundarios. Al final, cuando uno baja del alambre se queda con la sensación de que tanta emoción merecía más sustancia, acaso un poco de crítica o autocrítica, acaso una reflexión sobre la gratuidad incluso de las grandes hazañas.
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