Hace tres años, en las afueras de la ciudad fui testigo de una escena inquietante: un grupo de perros –algo que, en efecto, cabría llamar jauría– se encaminaba rumbo al taller mecánico en el que vivían y al que resguardaban. Uno de ellos encabezaba la marcha; orgulloso (desde mi perspectiva, por supuesto, porque la gestualidad canina es interpretada inevitablemente desde lo humano: vaya usted a saber si un perro puede ser orgulloso), llevaba en el hocico el producto de la caza, una rata de campo, mientras los demás caminaban alrededor suyo: parecían eufóricos. Esto me hizo recordar la lectura de El libro de las tierras vírgenes de Rudyard Kipling, en el que, lejos del cuento de hadas de Disney, se relata un episodio protagonizado por una jauría de perros jaros, a los que se alude como una fuerza indomable, al grado que todos los animales de la selva les dejan el paso libre. La domesticación de los perros, a veces a imagen y semejanza de la ridiculez humana, ha hecho que perdamos de vista que en ellos habitan animales que alguna vez obtuvieron su alimento por sus medios y no a cambio de mover la cola, que corrían por su cuenta tras la presa y no al frente de la correa del amo. Que, en suma, eran bestias temibles y no tiernas mascotas. De todo esto me acordé cuando vi Hagen y yo (Fehér isten, 2014), una película que en español tiene un título chapucero (para hacer un nexo con Marley y yo, si bien las tramas e intenciones están en polos opuestos) que puede resultar desagradable para los que disponen de la vida y la reproducción de uno o más perros.
Hagen y yo es el más reciente largometraje del húngaro Kornél Mundruczó y recoge las contrariedades que experimenta el perro del título. Éste es propiedad de Lili (Zsófia Psotta), una chica de 13 años que se ve obligada a pasar unos días, con su mascota, en el departamento de su padre. Pero en Hungría los perros que no son de raza deben declararse y pagar un impuesto especial, y el padre no está dispuesto a hacerlo. Entonces Lili carga con Hagen a donde va, pero pronto se hace imposible conservarlo, y el padre decide abandonarlo en las calles de la ciudad. Posteriormente Hagen vive una serie de experiencias negativas, mismas que hacen que surja la bestia dormida y que organice, al lado de sus congéneres, una rebelión.
Hagen y yo inicia con una secuencia formidable, verdaderamente memorable: Lili corre en bicicleta por las calles vacías de una ciudad; detrás la sigue en cámara lenta una jauría amenazante, que ya está por darle alcance. ¿Es un sueño? ¿Una pesadilla? Luego de este prólogo asistimos a una dinámica familiar que no es precisamente cálida. Es, más bien, todo lo contrario: la hostilidad es la cotidianidad. Los problemas no parecen pasar por la economía, sino por la indiferencia por el otro. En el perro, por su parte y conforme avanza la cinta, se materializan afecciones contradictorias: del afán de protegerlo a exponerlo y explotarlo; del desprecio porque es de raza impura al aprecio porque resulta rentable.
Mundruczó muestra el lado oscuro de la vida animal en la ciudad. A diferencia de Shaun el cordero, la prodigiosa animación de los estudios Aardman que da cuenta de una aventura gozosa y emocionante, Hagen y yo muestra que las experiencias que ahí viven los “intrusos” son abominables. El húngaro ilustra la fragilidad del orden que han construido los seres humanos y nos recuerda que la fauna (también la humana, cómo no) no está aquí para diversión, entretenimiento o provecho de algunos hombres. Con un estilo realista, por momentos con cierta crudeza, propone una fábula que coquetea con el terror y cuyo alcance no sólo aplica a los perros, sino a todos aquellos que son marginados o relegados por su origen, como tristemente puede verse hoy día con la migración de sirios a Europa. El uso y abuso del poder (¿del Dios blanco del título original?) provoca aquí que los menesterosos enseñen los dientes y que hagan justicia con su propio hocico. La conclusión es de proporciones filosóficas, y pareciera que la no agresión entre los que se enfrentan, como se sugiere en algún momento, es ya un triunfo… que deja preguntas para el presente y el futuro: ¿cómo habremos de (sobre)vivir en paz todos juntos? ¿Podremos? Mundruczó, que hace más de una metáfora en el camino, muestra además que el crecimiento pasa por descubrir (quitar lo que cubre la superficie –el filtro de la civilización–, como la piel de la res que es retirada por un carnicero al inicio) lo que hay dentro de la vida, la visceralidad, la violencia que contiene. Al final queda claro que crecer y convivir no son asuntos dulces… y que los perros no son juguetes.
Los canes que aparecen en Hagen y yo fueron “reclutados” en las calles o en refugios y posteriormente dados en adopción. La cinta obtuvo en Cannes el premio principal de la sección Una cierta mirada.
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