Tangerine: chicas fabulosas (Tangerine, 2015) es el quinto largometraje del norteamericano Sean Baker. La cinta ha circulado con fortuna por una buena cantidad de festivales alrededor del mundo, en los que ha recibido más de un premio y buenos comentarios. La propuesta surge del cine independiente y hace más de un apunte atendible. Me temo que no hace mucho más…
Escrita por Baker y Chris Bergoch, la cinta se ubica en Los Ángeles y acompaña a dos seres humanos transgénero, Sin-Dee y Alexandra, a lo largo de unas horas de un 24 de diciembre. La primera acaba de cumplir una sentencia de 28 días en prisión y se entera que su novio, que también es su proxeneta, la ha engañado con una mujer. Entonces comienza a buscar al infiel y a la desdichada, empresa que le lleva unas cuantas horas. En ese período acompañamos también a un taxista de origen armenio, cuyos hábitos sexuales y sus consecuencias se dan a conocer.
Baker utiliza una cargada paleta de colores que tienden al naranja del título y que aportan más incomodidad que calidez. Asimismo echa mano de una abundante cantidad de músicas que pretenden matizar los diferentes pasajes emocionales de Sin-Dee y Alexandra. Esta apuesta, que llega a grados superlativos de estilización, contrasta con el paisaje casi documental que registra la cámara, que se mueve en lo que, según nos enteramos, es un barrio donde la prostitución transgénero se ejerce sin mayores obstáculos.
Este paisaje es pertinente para hacer ver la falsedad de Los Ángeles, la ciudad de relumbrón que acoge a la Meca del cine y que enseña el cobre apenas se va un poquito más allá de la superficie. Pero sobre todo es provechoso para exhibir la miserabilidad de un puñado de personajes mezquinos. Aquí no hay a quién irle. Por las razones que sean (y cada cual tiene las suyas), el engaño y el autoengaño son un hábito. La solidaridad (de género, de oficio) brilla en general por su ausencia; la constante es que los varones, sin importar donde se ubiquen en el amplio arco iris LGBT, no son de fiar: es lo que constata Sin-Dee, pero también la esposa del taxista. Con las mujeres el diagnóstico tampoco es optimista: entre la cizaña de la suegra del taxista y la tibieza acomodaticia de su esposa, no hay nada que elogiar. Al final se ilumina una velita de esperanza, pero más porque no les queda de otra a los personajes que por ser una elección meditada.
Baker plantea posibles puentes de empatía con sus personajes, los cuales rara vez funcionan. Ofrece algún pasaje de humor (que proviene de una sorpresa sobre los hábitos del taxista) y una escena con alusiones a secreciones más que a lo subliminal cuando el conductor de marras entra a un autolavado. En la ruta el cineasta abusa de la música: sabedor acaso de la escasa emoción que genera su recargada propuesta visual, recurre a la música para establecer el tono o sacudir, con poco éxito, por lo demás, la indiferencia del que mira y escucha.
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