En Dunkerque (Dunkirk, 2017), su más reciente entrega, Christopher Nolan vuelve a hacerlo: concibe un dispositivo eficiente que se sustenta en una estructura no lineal y ofrece un registro impresionante. Así, desde el principio y hasta el final, la cinta es pura emoción.
La acción de Dunkerque –cuyo guión es también cortesía de Nolan– se ubica en el puerto francés epónimo en 1940, durante la segunda guerra mundial. Los alemanes avanzan mientras los aliados se repliegan en una zona junto al mar. Desde ahí los británicos pretenden hacer que sus soldados regresen a su país, pero el enemigo hunde las embarcaciones que, a cuentagotas, llegan. Entonces los civiles se involucran. En este escenario la cinta acompaña a tres personajes: Tommy (Fionn Whitehead), un soldado que busca por todos los medios regresar a casa, Farrier (Tom Hardy), un piloto aviador que no escatima esfuerzos para derribar los aviones nazis que impiden la retirada, y Mr. Dawson (Mark Rylance), un maduro padre de familia que va a la zona de combate con uno de sus hijos para rescatar soldados.
Apenas desaparece el texto introductorio que ofrece algo de contexto y comienza el frenesí. Seguimos por las calles a un grupo de soldados británicos que huyen del invisible enemigo alemán (en adelante, de éste sólo sabremos por sus balas, torpedos y bombas: no tiene rostro). La cámara es un acompañante tenaz y, con una movilidad apreciable, lo mismo ofrece el mapa de la situación que nos acerca para compartir el devenir de los personajes. Para no variar, el registro de la acción con Nolan es claro y elegante, notable. La luz subraya estados de ánimo, sentimientos: establece una frialdad tangible y sólo abre escasos momentos a la calidez. Además, al estilo de El origen (Inception, 2010) o Interesterlar (Interstellar, 2014), se instala una dinámica temporal ingeniosa y provechosa (estrategia que tiene sus dosis de riesgo, considerando que se trata de una película inspirada en hechos reales): conviven y se alternan una semana en tierra –en el puerto (siguiendo a Tommy)–, un día en el agua –en el viaje de Mr. Dawson– y una hora en el aire, que corresponde a la empresa de Farrier. Nolan esboza una apreciable lección de montaje al emplear a las mil maravillas el montaje alterno, que aquí no sólo contribuye a romper con el relato lineal –al generar numerosos saltos atrás (flashbacks) y adelante (flashforwards)–sino que es la base de la construcción del drama y el resorte de la emoción. La tensión se hace presente desde el inicio, vive un ascenso permanente y presenta cumbres memorables. A ello hace un aporte fundamental la música del inseparable Hans Zimmer, que aparece en la mayor parte de la cinta y que por momentos es insufrible: imagen y sonido se multiplican para que el espectador se dé mucho más que una idea de la batalla de Dunkerque, para que experimente el desánimo, el miedo y el terror de los soldados exhaustos (pero también la esperanza, cómo no). De la misma forma llega uno al final de la proyección, que se convierte en una experiencia demandante: cansado… y conmovido.
Nolan regresa a un episodio que Joe Wright registró en un planosecuencia memorable en Expiación, deseo y pecado (Atonement, 2007) y que no deja muy bien paradas a las autoridades británicas, que manifestaron bastante tacañería al hacer un cálculo cuestionable: enviaron al rescate pocos barcos y aviones, previendo que posteriormente los necesitarían en Inglaterra. Nolan evita hacer de la guerra un espectáculo (al estilo de Transformers, por ejemplo) y acompaña soldados angustiados y aniquilados por el cansancio y el miedo. Los actos heroicos existen y están al alcance de ciudadanos comunes: son ellos los que constituyen el hogar y, como el bosque de Birman, que en el Macbeth de Shakespeare se desplaza, aquí el hogar y los padres van a donde sus hijos están. Al final hay un reconocimiento sincero a la solidaridad británica (¿y un mensaje posBrexit que sugiere que aún se puede contar con la Gran Bretaña?), y si aparecen tintes patriotas tampoco se llega al patrioterismo que tanto gusta al cine norteamericano. Al final queda claro que Nolan –cuyo Batman sigue siendo insuperable aun hoy, cuando proliferan las cintas de súper héroes, que al parecer ya son comedias por obligación– se supera en cada entrega y ofrece abundante material para la reflexión en una cinta llena de acción. ¡Bravo!
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1 respuesta a “En Dunkerque Nolan supera a Nolan… otra vez”
Confiando en el conocido y experimentado gusto de Hugo me atreví a trepar las esclaeras del Centro Magno para ingresar a la sala 1 de Cinepólis de este recinto. Todo esto porque Dunkerque me fue anunciado como una grandísima cinta, un simple 10, una obra maestra sino más.
Y coincido con Hugo en sus elogios sobre la técnica empelada, sus estructura no-lineal y sus tantos buenas etc. que para nuestro querido crítico de cine valiaron la calificación casi nunca (o a caso nunca antes vista en este blog?) empleada por él.
Pero al pobre crítico se le fue la técnica al monte, su amor por la forma le hizo ciego por el mensaje de la cinta. El problema empieza donde para Hugo inicia el placer «la cinta es pura emoción». En los adorables viejos tiempos de Hitchcock y amigos estas puras eomciones a lo mejor aún eran válidos para hacer cine, Pero un notable avance técnico debe ir de la mano con una emancipación ideológica, es decir en nuestro siglo XXI una obra maestra solamente es una que deja al lado al emoción, la que no nos invita a la identificación con los protagonistas, la que no se pone del lado de nadie, la que no nos enveuleve en sus acciones sino nos exige distanciarnos y reflexionar, la que en ningún momento apela a instintos y emociones como en Dunkerque es el patriotismo.
Una cinta que se queire ganar un diez no solamente tiene que ser inovador técnica sino también ideológicamente.