Un buen día en el vecindario: una buena película para sentirse bien

En general, no tengo nada contra las llamadas feel good movies, las películas optimistas por decreto que están diseñadas para que, como su apelación lo manda, uno se sienta bien. O, por lo menos, no me parecen censurables sus propósitos. En particular, no me faltan los reproches. Porque a menudo el qué, el objetivo, hace que se pierda de vista el cómo, es decir la ruta. Así, se echa mano de abundantes lugares comunes, incluso de clichés, se menosprecian los afectos y la inteligencia del espectador con narrativas pobres, se sacrifica la frescura y se privilegia la manipulación y la melcocha. No es raro, así, que en este genero abunden las películas que generan más pena que buenos sentimientos. El reproche, en conclusión, no es tanto por el hecho de ser feel good movies, sino porque simple y sencillamente no hay correspondencia entre las hechuras y las buenas intenciones: no son buenas películas.

Pero también hay casos en los que el resultado es positivo. Como la clásica ¡Qué bello es vivir! (It’s a Wonderful Life, 1946) de Frank Capra. Como Un buen día en el vecindario (A Beautiful Day in the Neighborhood, 2019), el tercer largometraje de la californiana Marielle Heller, quien obtuvo más de un premio en festivales internacionales con su ópera prima, Diario de una chica adolescente (The Diary of a Teenage Girl, 2015). La cineasta se inspira en un artículo de Tom Junod y acompaña a Fred Rogers (Tom Hanks), un hombre maduro que encabeza un programa infantil de televisión en Pittsburgh (y que trae a la memoria al Tío Gamboín). En una emisión presenta el caso de Lloyd Vogel (Matthew Rhys), un periodista que colabora para la revista Esquire. Éste vive enojado con su padre y es famoso por la mala leche de sus textos. No obstante, a él se encarga el perfil de Rogers para un número de la publicación dedicado a los héroes. A regañadientes inicia la labor, sin saber que la relación con Rogers cambiará su vida.

Heller propone una cinta apacible. Antes que la puesta en cámara o la puesta en escena, la película es valiosa por su apuesta rítmica. Lejos del frenesí de la modernidad (no vaya a ser que el público se aburra), la realizadora sustenta su apuesta en cierta morosidad, y propone momentos de reposo que cobran sentido a partir de una escena en la que Rogers invita a Vogel a que, en un minuto de silencio, piense en aquellos que han contribuido a ser lo que él es. (Pasaje que recuerda al Godard de Band à part) Más adelante repite el dispositivo, sin previo aviso, para que personajes y espectadores saquen conclusiones. La puesta en escena reproduce con solvencia la pátina ochentera (la acción se ubica a finales de los años ochenta del siglo anterior) y las singularidades del programa televisivo; la luz, cortesía de Jody Lee Lipes (responsable de la cinefotografía de Manchester junto al mar y Tan fuerte tan cerca) matiza emociones y crea atmósferas que van de la calidez empalagosa a la frialdad mesurada. A este caudal emocional se suman las músicas, y en la banda sonora escuchamos las melodías (y los pasajes de musical) del programa y el score corre por cuenta de Nate Heller, hermano de la realizadora. Mención aparte merece el elocuente cierre de la cinta, en el que el sonido es utilizado para dar cuenta del estado emocional de Rogers.

Un buen día en el vecindario recoge con fortuna las virtudes de Rogers y su programa, en el que por medio de fábulas y números musicales aborda asuntos graves (la muerte, la separación) con tacto y al nivel de una audiencia infantil. Su objetivo es contribuir a saber “lidiar” con emociones perniciosas. Heller entrega una cinta sencilla (que no simplista) en la que dosifica con fortuna la cursilería y la sensiblería, y construye con cariño un personaje que por momentos raya en el ridículo. Su mérito (de la película y de Rogers) es guiar al espectador a ponerse en los zapatos del niño que fue. Y a juzgar por el artículo que inspiró y por la cinta, no son pocos los espectadores que tuvieron con él una educación sentimental. Lo cierto es que la labor de Heller parece sincera, y la amabilidad y generosidad de Rogers viven en la cinta. Y no sólo resultan verosímiles sino contagiosas (en tiempos cinematográficos en los que la maldad no precisa justificación pero la bondad exige un desarrollo para resultar creíble). Al final, de la propuesta emana una atendible invitación al manejo de la ira, al perdón, a la conciliación con uno mismo y con los demás. Y, sí, uno se siente bien.

Calificación 75%

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