Frantz (2016) es la penúltima entrega del francés François Ozon, quien se inspira en la obra de teatro “El hombre que maté” (1925) de Maurice Rostand (que Ernst Lubitsch llevó a la pantalla en 1932 con el título de Broken Lullaby). No es la primera vez que Ozon se inspira en obras literarias o cinematográficas previas: Gotas de agua sobre piedras calientes (Gouttes d’eau sur pierres brûlantes, 2000), Potiche (2010) y En la casa (Dans la maison, 2012) tienen su origen en obras teatrales (la primera, de R. W. Fassbinder; la segunda, de Pierre Barillet; la tercera, de Juan Mayorga); Una nueva amiga (Une nouvelle amie, 2014), en una novela de Ruth Rendell; El amante doble (L’amant double, 2017), su más reciente entrega, parte de una novela de Joyce Carol Oates. Como ha sucedido en estos casos, más que hacer un proceso de adaptación, el cineasta lleva a cabo una afortunada apropiación.
La acción de Frantz transcurre poco después del final de la primera guerra mundial, en 1919; se ubica en Quedlinburg, un pequeño poblado alemán. Ahí conocemos a Anna (Paula Beer), quien deja flores en la tumba del que fue su prometido, Frantz. Un día encuentra a un tipo que hace lo mismo. Poco después descubrimos que se trata de un soldado francés, Adrien Rivoire (Pierre Niney). Anna vive con sus suegros y todos creen al principio que se trata de un amigo que el difunto conoció cuando estudió en Francia. Lo reciben primero con reservas, luego con beneplácito. Pero Adrien guarda un secreto. Cuando Anna lo conoce la relación sufre un cambio dramático.
Ozon propone una puesta en cámara sobria, elegante. Con ella, y a veces con movimientos de cámara, acompaña a Anna; en algunos momentos toma distancia y da un respiro al drama mientras gana peso el paisaje. Hace una reconstrucción de época solvente, misma que aporta verosimilitud y hace sensibles las emociones que viven los personajes. A esto último contribuye de buena manera el uso del blanco y negro y del color. El primero predomina y establece el ánimo sombrío de los protagonistas y de la época (recordemos que la guerra ha terminado poco tiempo antes). El color irrumpe en algunos momentos: su uso, anota Ozon, no obedece a una lógica predeterminada, pero aparece cuando “la vida regresa”. La banda sonora hace presente la vida y lo invisible –como el viento– y es habitada por algunos pasajes de música –cortesía de un habitual colaborador de Ozon: Philippe Rombi–, que es sutil y refuerza la emotividad. Los saltos en el tiempo no son abundantes, pero ayudan a “engancharse” con lo que viven Anna y sus “suegros”.
Tanta belleza estilística empuja una historia que dosifica la emoción. Entre los temas y mensajes valiosos están el llamado a la comprensión del otro y el reconocimiento de que hay algo apreciable, en la vida, en el dolor, incluso en el enemigo. Asimismo, denuncia los fanatismos, los nacionalismos exacerbados, representados en este caso en el canto por un lado de los futuros nazis y por el otro de los franceses entonando “La Marsellesa”. El drama se filtra por la percepción de Anna y, con ella, Ozon prolonga su habitual exploración del eterno femenino. El duelo que ella vive transita por etapas diversas y está en buena medida en función del difunto, de sus padres, de Adrien. Al final se abre otra ventanita a la vida, ahora con la posibilidad de cierta independencia –a color, por supuesto– que tiene como sustento el cuadro de Édouard Manet, “El suicida”. Gracias a la frecuentación de éste –que se convierte casi en un leitmotiv–, Ozon tiende un puente con E. M. Cioran y hace sensible una paradoja: cuando preguntaban al gran filósofo de origen rumano, autor de textos tan lúcidos como agudos –y pesimistas, por supuesto–, sobre el suicidio, él respondía que “la idea de suicidio es la que hace soportable la vida”.
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