La mayor parte de los comentarios que en fechas recientes se hicieron a Jackie (2016), se concentran en la participación de Natalie Portman, quien lleva el rol principal y fue nominada al Óscar de la especialidad. Sin embargo la cinta es más que una buena o cuestionada actuación. Mucho más. Se trata del largometraje más reciente y la primera propuesta en lengua inglesa del chileno Pablo Larraín, uno de los realizadores latinoamericanos más sólidos hoy día. Fiel a su trayectoria, el sudamericano aquí también entrega muy buenas cuentas.
La cinta, escrita por Noah Oppenheim (quien participó en la escritura de Maze Runner, correr o morir y Divergente la serie: Leal), acompaña a Jackeline Kennedy (Portman) en una entrevista que concede días después del asesinato de su marido, el presidente John F. Kennedy (Caspar Phillipson). La charla que tiene con un periodista (que en la vida real concedió a Theodore H. White de la revista LIFE y apareció en diciembre de 1963), sirve como pretexto para regresar al aciago episodio y la desazón que vivió la Primera dama luego de la muerte del malhadado Kennedy.
Larraín propone un marcaje personal, un seguimiento cercano y obsesivo a Jackie. Con largos travels la cámara la acompaña lo mismo en la visita por la Casa Blanca que encabezó para una emisión televisiva que en las actividades que realizaba al lado de su marido; regresa a la vida social y el roce con artistas de la pareja pero sobre todo da cuenta de forma implacable de la soledad y el aturdimiento de la viuda. El cineasta hace un registro de una limpidez casi intimidante: la profundidad de campo es buena y en todo momento Jackie es empequeñecida en el espacio que habita, se ve abrumada por la tristeza y la decepción; se hace sensible cómo se le viene el mundo encima. La puesta en escena es exquisita y contribuye a materializar un escenario similar al que esbozaría la realeza, como hace ver el periodista a partir de lo que le cuenta Jackie. La luz va de la neutralidad a lo mortecino y algunos pasajes emulan no sólo la pátina de la época, sino que parecen pinturas que congelan el tiempo (es notable el desempeño del cinefotógrafo francés Stéphane Fontaine, también responsable de la luz de Elle). Pronto se instala la intranquilidad, la zozobra, y parece que en cualquier momento Jackie se desplomará. Al establecimiento de dicho estado de ánimo se suman la cámara en mano y las músicas de Mica Levi (minimalistas, pujantes). El marco histórico es redondeado con algunos pasajes documentales.
Este dispositivo es provechoso para hacer casi una denuncia. Ante la consternación que embarga al círculo cercano a la Kennedy, ella se empeña en hacer ver lo ingratos que los norteamericanos fueron con su marido. Ella comenta cómo había afiches de “Se busca” con la cara del presidente, lamenta que su muerte no fuera por una causa plausible, que el finado no hubiera tenido tiempo para hacer lo necesario para permanecer en la memoria nacional. Su pesar y sus afirmaciones generan desconcierto; nadie, salvo Bobby (Peter Sarsgaard), el hermano de John, parecen saber cómo acercarse a ella. Larraín ha entregado cuentas notables con su exploración del malestar moral y la división en Chile (de Tony Manero a No, pasando por Post Mortem) a partir de personas comunes y corrientes. Ahora muestra con solvencia la intimidad del poder, su lado luminoso pero sobre todo su lado oscuro, la hipocresía y la vanidad en el país más poderoso y belicoso. En Jackie, y por medio de Jackie, el realizador deja ver cómo al final el dolor pasa por el marido muerto pero también por las ambiciones de ella que con él fenecieron. Asimismo el chileno da cuenta del duelo como una puesta en escena, mas no condena, muestra; critica, pero también tiende puentes para la compasión.
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