Una comedia ranchera que da más pena ajena que risa

Hacía muchos años y muchas películas que no veía ni escuchaba, en un cine, una película con tantas deficiencias técnicas. Entre las constantes fallas en el registro del sonido directo (que recoge la reverberación de los espacios), la falta de sincronía entre la imagen y las voces y las músicas y los errores de continuidad (es de antología una escena en la que aparece la botella del tequileño patrocinador de la cinta, que de un corte a otro va girando), Una última y nos vamos (2015) es un ejemplo extraordinario… de lo que no debe hacerse en una producción profesional. Y lo técnico, me temo, no es el mayor de sus problemas.

Una última y nos vamos es el primer largometraje del jalisciense Noé Santillán-López y sigue las “peripecias” de un grupo de músicos de Arandas, en los Altos de Jalisco, que conforman el mariachi Tierras Rojas. Todo inicia con la llegada por correo de una invitación a un concurso de la especialidad, en sustitución del ganador original. A la agrupación le falta un miembro, sin embargo, por lo que tratan de convencer al hijo de uno de ellos. Pero ni su negativa ni las contrariedades que encuentran en el camino les impiden apersonarse en el Distrito Federal, donde es el concurso. Y ya ahí los mariachis nomás no se callan.

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Desde el diseño de los créditos, Santillán-López busca emular la iconografía y la geografía de la añeja comedia ranchera. Más adelante propone una historia ad hoc, con sus malentendidos, sus sobreentendidos, sus dosis de picardía y su música. Por momentos coquetea con el drama, y así las historias van de la ligereza a la gravedad (pero nomás tantito). Entre otras, asistimos a las postergaciones de un enamorado acobardado, a los tormentos de un padre que no sabe dialogar con su adolescente hijo, al programa radial de un hombre maduro que da consejos del corazón a todos menos a él –que tanto los necesita (¡ay!)–, a las luchitas de un mujeriego que quiere seguir dándole vuelo al sarape, a los celos del hermano de una mesera y los avances por internet de otro mariachi a una chica distante. Los asuntos avanzan de forma más o menos predecible (el “clímax” se ve venir, sin albur, desde mucho antes: no hace falta ser experto en música de mariachi para saber qué ocurrirá y con cuál canción), con algunos chistes que aligeran el tránsito.

El resultado, eso sí, está a años luz de los mejores exponentes del género. Éste debe bastante no sólo al trabajo del guión (que en la llamada época de oro vivió… una época de oro) sino a la simpatía del protagonista. Pedro Infante, Luis Aguilar y Jorge Negrete empujaron con gracia la mayor parte de las cintas que encabezaron, pero no puede decirse tanto de los protagonistas de Una última y nos vamos. Y eso que entre ellos están Héctor Bonilla –al que no veíamos hace un buen rato en la pantalla grande– y José Sefami, que se esfuerzan por darle verosimilitud y malicia a sus personajes. En este renglón estamos más cerca de las películas que estelarizó Vicente Fernández, que aparecieron en épocas de vacas flaquísimas del cine mexicano. (Además de las mencionadas deficiencias técnicas, este referente haría pensar que Una última y nos vamos fue realizada en los años ochenta.) Por otra parte, no termina de encontrarse un balance brillante entre la tradición y la modernidad, entre la ficción que inventó a México (y a Jalisco) en el cine y la realidad, entre la puesta al día del paisaje (el caballo cede su lugar a la bicicleta, como manda la conciencia ciudadana y rural; el internet es corriente) y rasgos que saben a autenticidad (como pedir la bendición). Santillán-López asume pocos riesgos, y cuando se acerca a algo medianamente perturbador (la revelación de la probable homosexualidad de uno de sus personajes, ¡en el baño de hombres!), pone el freno y resuelve todo con un chiste soso.

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El cineasta tampoco muestra mucha imaginación con la selección musical –rubro en el que se involucró José Alfredo Jiménez hijo– y si aparece un mariachi de Tamaulipas, pues éste canta una canción que alude a ese estado; si aparece uno del Bajío… Al final me pregunté para qué esperé hasta la última para irme de la sala (la respuesta estaría en el oficio y asuntos masoquistas por el estilo): esta comedia ranchera, creo, me dio más pretextos para la pena ajena que para la risa.

  • 35%
    Calificación – 35%
35%

2 respuestas a “Una comedia ranchera que da más pena ajena que risa”

  1. La gran pregunta es ¿este tipo de películas con una obvia intención comercial realmente generarán base para tener una cinematografía amplia e inclusiva, donde quepan pelis comerciales y pelis más arriesgadas o propositivas? Digo, en el caso que se conviertan en éxitos de taquilla (que por lo que leo, con esta película es poco probale).

  2. Desafortunadamente para este tipo de cine la meta es la reproducción: se contenta con existir. Pero habría que recordar que lo comercial no está peleado con los riesgos. Otra cosa es que estas propuestas se vayan por la fácil: la comedia al estilo televisivo. A estas alturas parecen épicas las batallas de Jaime Humberto Hermosillo, quien llegó a conciliar con éxito el cine popular y la la crítica social. Para muestra: Amor libre. Sobre la respuesta taquillera de Una última y nos vamos, habrá que esperar: tampoco está de más recordar que las películas mexicanas más taquilleras de la historia no son precisamente virtuosas.

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