Trainspotting 2: seguir en el abismo veinte años después

Los que hicieron de La vida en el abismo (Trainspotting, 1996) una película de culto parecen divididos con relación a Trainspotting 2: La vida en el abismo (T2 Trainspotting, 2017): hay quienes celebran la evolución; otros se sienten decepcionados. En lo que a mí respecta, apenas me acordaba de las vicisitudes de la primera entrega, y culto, lo que se dice culto, nunca le rendí. La recordaba con simpatía, y nada más. Así, creo que la memoria de la antecesora influye poco o nada en la recepción de T2. Creo.

T2 inicia con el regreso de Renton (Ewan McGregor) a Edimburgo, de donde huyó veinte años antes luego de robar a sus amigos, yonquis metidos a dealers. El reencuentro con ellos es más bien desafortunado: Spud (Ewen Bremner), que acaba de reincidir en las drogas, ve interrumpidos sus planes; Sick Boy (Jonny Lee Miller), que tiene en mente abrir un negocio de prostitución, planea una inolvidable venganza; Begbie (Robert Carlyle), que acaba de escapar de la cárcel, quiere aniquilarlo. Renton tiene problemas cardiacos, y su regreso es una prueba… de resistencia.

En ésta, su más reciente entrega, el inglés Danny Boyle (responsable de Quisiera ser millonario, 127 horas, Steve Jobs) hace gala de todo su arsenal estilístico en su más reciente entrega. Se inspira libremente en la novela Porno de Irvine Welsh y propone un ritmo rápido pero no frenético que rara vez decae y al que contribuye de buena manera el uso de numerosas músicas. La cámara, que congela el movimiento y es emplazada en angulaciones sorprendentes, resulta graciosa y sorprendente. La propuesta es lúdica y el estilo contribuye con algunas dosis de humor. La forma, así, consigue cercanía con los personajes pero también contribuye a tomar cierta distancia con lo que viven: vistas de otra forma las miserias del cuarteto serían para llorar.

Boyle esboza un panorama gris. Acompaña a una generación que si bien vivió su juventud con intensidad y pasión –al borde del abismo, como sugiere el título en español; con lujuria por la vida, como canta Iggy Pop, hoy y hace veinte años–, está a la deriva en el presente (veinte años después y en plena madurez –temporal, física, pero no emocional–, en una edad equidistante entre la juventud y la senectud). Entre el miedo de Renton a la muerte, la rabia de Begbie y la ambición y la estupidez de Sick Boy, el que está mejor ubicado es el más desubicado: Spud, aletargado y todo, tiene claridad en sus afectos.

Boyle registra todo en un tono ligero. No somete a juicio a sus personajes y menos los condena. La compasión surge ante un grupo de seres humanos que no han sabido superar los viejos tiempos: la nostalgia, bastante presente a lo largo de la cinta, es un aliciente, un recordatorio de la identidad, pero también una forma de evadir el presente. Todo esto aparece de forma un tanto dispersa, como si al final el realizador no se decidiera a explorar la gravedad de llegar a cierta edad sin metas claras, sin logros. Esto cambia en algún momento, cuando el tono se torna un tanto grave, y uno no sabe si reír o asustarse. Al final, y por la vía de Spud, sí se propone una conclusión: el mejor destino para los que no toman en sus manos su propio destino, para dejar cierta huella, es convertir tanto exceso en… literatura.

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