The Square exhibe al hombre como ese gran farsante

En su paso por el festival de Cannes, de donde salió con el premio mayor –la Palma de oro–, The Square. La farsa del arte (The Square, 2017) provocó reacciones encontradas; para no variar, la prensa quedó desencantada y no faltaron los reproches a Pedro Almodóvar, quien encabezó el jurado. En éste, al parecer, también hubo diferentes opiniones, y la designación de la ganadora fue producto del consenso. No obstante, estamos ante una película “inteligente, ingeniosa” (como afirmó Agnès Jaoui, miembro del jurado). Gozosa y crítica, habría que añadir.

The Square. La farsa del arte es la más reciente entrega del sueco Ruben Östlund, quien entregó buenas cuentas con Fuerza mayor (Turist, 2014) y es también autor del guión. El argumento sigue a Christian (Claes Bang), curador de un museo de arte moderno en Estocolmo. Lo acompañamos con el montaje y la promoción de “The Square”, una instalación que consiste en un cuadrado de cuatro metros por cuatro. En él, se apunta, la “solidaridad es posible y todos son iguales”. La consigna es puesta a prueba en más de una ocasión, y lo que vive Christian alcanza para hacer un examen de conciencia.

Östlund propone una cámara contemplativa que en algunos momentos se pone en movimiento (hay, por ejemplo, un afortunado travel lento que genera suspenso) y establece una plausible lentitud. La puesta en escena exhibe, con ánimo casi documental, la opulencia y la miseria que aparecen en el ambiente de Estocolmo; y va de la calidez a la frialdad. La banda sonora alberga una melodía coral que aporta cierto sarcasmo.

 

En la superficie, Östlund se mofa con ganas de la insulsez y la ridiculez que cabe en el arte contemporáneo. (Si no mal recuerdo, en alguna ocasión Juan Villoro comentó que un carrito de Hot Dogs en la calle es un expendio de alimentos, pero en dentro de un museo es una instalación.) Las exhibiciones que apreciamos y la forma de presentarlas invitan a la risa. Lo mismo sucede con la solemnidad que habita en los artistas y las situaciones en las que son presentados. Aquí todo es una puesta en escena y Östlund es ese niño que hace ver que el emperador está desnudo, como sucede en el célebre cuento. Asimismo, hay una crítica a la hipocresía de la sociedad capitalista. De forma constante aparece gente de la calle, a menudo extranjeros, que extienden la mano pidiendo dinero. El egoísmo permea la sociedad y las peticiones de ayuda son ignoradas. Los individuos van por la vida, celular en mano, como zombis; ni en el sexo hay comunicación: aparece como algo mecánico, cuyo único fin es el goce individual.

En otros momentos somos testigos de la incomodidad que provoca en el hombre civilizado la cercanía con su parte salvaje (que está ahí, cercana, latente), con su inconsciente. Hay dos escenas elocuentes: en una, que parece inspirada en Sigmund Freud, vamos a una charla con un artista, y un asistente se empecina en fastidiar a los presentes lanzando insultos constantes; en otra, la más célebre y que recoge el afiche, un salvaje irrumpe en una cena de gala, provocando miedo y una reacción que aplaudiría el genio austriaco de la psicología.

Al final Östulund carga de nuevo, como en Fuerza mayor, contra la figura del padre, que reacciona tarde y de forma cuestionable. Aquí Christian, que se ha convertido en un actor y parece incapaz de ser espontáneo, hace en algún momento un examen de conciencia. ¿Será sincero? Su hija menor no parece esperanzada al respecto. De hecho, la sinceridad de la cinta es una de las cosas que más se ha cuestionado. La cinta no es redonda, es cierto. Pero se mueve… bastante bien. La crítica que hace a lo políticamente correcto, a la hipocresía ambiental, es muy, muy valiosa.

 

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