Pobre Yves, que sueña con serpientes

El diseñador Yves Saint Laurent ha inspirado tres películas a partir del 2000, dos ficciones y un documental. La cinta de no ficción lleva por título L’amour fou (2010) y fue dirigida por Pierre Thoretton; la primera ficción, que vimos el año pasado, es Yves Saint Laurent (2014) y el responsable es Jalil Lespert. A ésta se suma Saint Laurent (2014) de Bertrand Bonello, que compitió en la Sección Oficial de Cannes hace dos años y formó parte de la Muestra Internacional de Cine de la Cineteca. A decir verdad, después de haber visto las dos primeras cintas no terminaba de comprender la importancia de Saint Laurent para un indiferente de la moda y el diseño de ropa: por más que el cine nos hicieran ver su genio y la repercusión de sus creaciones –y por más que, como nos hizo ver Pierre Bourdieu, al final la alta costura termina por alcanzar, en una forma diluida si se quiere, al consumidor más modesto–, para mí se hablaba más de un personaje de la revista Vanidades que de alguien con verdadera relevancia, como creador, artista o emblema. La cinta de Bonello ilumina algunas aristas del artista, en las cuales se hace evidente el valor de Saint Laurent… y de Saint Laurent.

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Bonello posee una filmografía habitada por seres hasta cierto punto marginales –aun si han ocupado posiciones reconocidas en su actividad o son personajes con cierta importancia– para los que el sexo es un asunto tan excitante como deprimente y hasta violento, y que experimentan hondas pasiones y profundos desencantos. En El pornógrafo (Le pornographe, 2001) acompañaba a un realizador de películas pornográficas –interpretado por Jean-Pierre Léaud– cuya concepción del cine y cuyos procedimientos son anacrónicos; en Tiresias (2003) se inspira en el personaje de la mitología griega que es hombre y mujer y sigue a un transexual brasileño que despierta el deseo de un sujeto obsesivo y posesivo; en L’Apollonide (2011) hace de un burdel de los años veinte del siglo anterior un microcosmos y explora los matices luminosos y sombríos de la sociedad de entreguerras. Bonello ubica sus historias en universos bizarros, excéntricos. Su estilo es elegante, sin embargo sus películas generan incomodidad. Saint Laurent no es la excepción.

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En Saint Laurent encadena una serie de viñetas protagonizadas por el personaje epónimo mientras se aleja de la ruta convencional del cine biográfico. Se propone una especie de viaje que evade la linealidad y cuya estructura obedece más a cuestiones temáticas y emotivas. Saltamos así de su juventud a su madurez, a su infancia, pero el grueso de la narración se ubica en los años sesenta y setenta. Con trazos suaves se va esbozando un personaje que en los primeros minutos nos anticipa que, debido a una experiencia negativa en un hospital psiquiátrico, está perturbado. La declaración justifica los saltos temporales y la perspectiva enrarecida desde la cual se hace la narración; asimismo explica una serie de comportamientos más o menos chocantes. La cámara ingresa casi con dulzura a una intimidad que sólo es luminosa en apariencia, transita por espacios y situaciones en los que a menudo Yves es un testigo más que un protagonista de un universo que él contribuyó a moldear (como las abundantes incursiones a discotecas). Como sucedía con el cine sesentero y setentero, el realizador propone lo mismo pantallas divididas, pertinentes para el contraste –como el pasaje que reúne la vanidad de la moda con las hostilidades del mayo del 68 y el conflicto con Argelia–, pero también para el lucimiento vacuo; hace uso además de más de un zoom, anacronismo provechoso para, también desde la cámara, reforzar la época. Por otra parte, la puesta en escena ofrece una paleta de colores que por momentos rebasa la calidez y es más bien enfermiza. En todo momento Bonello hace eco de dos características fundamentales del diseñador: la belleza y la elegancia.

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El paisaje así registrado por momentos es repulsivo, pero también es provechoso para proveer las piezas para armar el retrato fragmentado de un hombre atormentado y depresivo, adicto al alcohol y otras drogas, que encarna matices sutiles de languidez, suavidad y fragilidad, que se expresa dibujando y parece incapaz de hacerse cargo de sí mismo, que va de la genialidad a la inutilidad, de la depresión al gozo silencioso, y que despierta tanta admiración y simpatía como animadversión y antipatía. Bonello expone el dolor que cabe en la creación, la miseria que en algunos casos está detrás de la obra artística; la distancia entre la celebración del consumidor y la angustia del diseñador. Queda la sensación de que en todo ser humano hay zonas de sombra que son inaccesibles, que no hay genialidad que alcance para llenar el vacío de la existencia, fama suficiente para disipar los demonios interiores. (Y tampoco amores: las parejas del diseñador, Pierre Bergé y Jacques de Bascher, se beneficiaban de sus negocios y de sus privilegios.) También aparecen, por esta ruta, pasajes de humor ¿involuntario?, como la muerte del amado perro de Saint Laurent por sobredosis de pastillas. Bonello parece querer decir la última palabra sobre su personaje y concluye con una especie de valoración-veredicto, al hacerlo un emblema de Francia y un forjador de la modernidad. Antes de un final que recuerda Los albañiles de Vicente Leñero –y la cinta homónima de Jorge Fons– en una mesa de redacción un grupo de periodistas construye a varias manos el obituario. Ahí nos dicen que la obsesión del finado “era verdaderamente la naturaleza profunda de la mujer moderna, más que la moda, y es por eso que la cambió para siempre”; además, “participó en la transformación de su época; se veía a sí mismo como un fabricante de felicidad; un artesano que trabajaba como un artista”.

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