Los años azules: la indeterminación en el barrio del Santuario

¿A qué edad el mediocre comienza a tener certeza de su propia mediocridad? En un acto de sinceridad (porque siempre existe la posibilidad de evadir el asunto o recorrer la fecha a conveniencia: el autoengaño no tiene límites), ¿cuándo termina de asumirlo, si es que termina por asumirlo? ¿A qué edad hay pleno convencimiento de que la mediocridad es vitalicia? En algunas profesiones, particularmente en algunas disciplinas del arte y del deporte, la edad manda avisos: es poco probable que un futbolista o un basquetbolista llegue a jugar en ligas importantes después de los 30 años; es raro que un bailarín o un actor despegue a los 40. Hay excepciones, pero el tiempo invariablemente pasa la factura, a menudo con harta amargura. De ese proceso da cuenta, con diferentes matices, Los años azules (2017), ópera prima de la hidrocálida Sofía Gómez-Córdova.

Los años azules congrega a cinco jóvenes, algunos de los cuales rondan los 30 años, en una casona del barrio del Santuario en Guadalajara (cercana, según nos muestran los escasos planos en exteriores, a la emblemática Casa del Ferrocarril, ubicada en Hospital y Contreras Medellín). La casa está en la decrepitud, y los roomies son incapaces de mantenerla. Uno de ellos, homosexual, apunta a la fotografía, pero las hormonas parecen más fuertes que la inspiración; otro, más joven, parece que estudia Letras. Comparten la responsabilidad de mantener “el barco a flote” dos mujeres: una de ellas estudia y estudia física, y vive en la reclusión; la otra es una bailarina con un futuro cada vez menos promisorio y se ha instalado, ya, en la amargura. El orden se trastoca, un poco nomás, con la llegada de una chica no tan chica que ha hecho intentos, sin éxito, lo mismo en la filosofía que en la pintura, y ahora en la actuación. Atestigua sus desfiguros un gato, llamado Schrödinger (en “honor” al físico que planteó un experimento sobre la indeterminación, que lleva a una paradoja en la que un gato puede estar al mismo tiempo vivo o muerto).

Gómez-Córdova propone un registro con cámara en mano, a veces de cerca, a veces no tanto. Los movimientos de cámara, frecuentes, lo mismo acompañan a los personajes que describen espacios y acciones; por lo general dan agilidad al relato. Ocasionalmente, para delimitar la frontera entre episodios, se hacen pausas contemplativas que poseen dosis de simbolismo e invitan a la reflexión. La puesta en escena construye con verosimilitud espacios decrépitos y con algunos atisbos de sordidez; la luz va de la frialdad a la calidez y subraya los ánimos de los personajes. La banda sonora contribuye a dar sutileza a las circunstancias: en esta casa pareciera que se vive entre susurros (incluso las fiestas tienen un nivel sonoro moderado). El estilo aporta frescura, inmediatez; construye atmósferas íntimas con una delicadeza plausible.

La realizadora estructura su cinta por medio de viñetas que dan cuenta de una cotidianidad en la que, aparentemente, no pasa nada. ¿Nada? Sólo la vida: la debutante hace un diagnóstico certero. Como en Somos Mari Pepa (2013) de Samuel Kishi (en cuyo guión participó Gómez-Córdova), los jóvenes apenas consiguen salir del estado de ociosidad, viven a la deriva y no manifiestan grandes convicciones. Instalados entre la abulia y el desasosiego, lejos de la ruta oficial de la superación personal, manifiestan cansancio y desánimo, cierto abandono. Los problemas con los padres son una loza para todos, su capacidad de relacionarse e involucrarse, de mantener relaciones duraderas, tiene límites que no muy amplios. Todo esto en una Guadalajara que cobra cierto protagonismo. (Lo cual, dicho sea de paso, celebro, así como el dar cuenta del fenómeno de recuperación de los espacios habitacionales añejos por parte de los jóvenes.) Si bien es cierto que la presencia de la ciudad es menor a lo que vimos en la cinta de Kishi.

Gómez-Córdova tiende algunos puentes existenciales con Güeros (2014) de Alfonoso Ruizpalacios. Como ésta, además, presenta algunos altibajos: episodios redondos y otros más o menos demostrativos. Como sucede en las películas de Jim Jarmusch, la convivencia, el acompañamiento en un tramo de la ruta, no es baladí; y si bien no sucede nada extraordinario, la experiencia resulta provechosa, aunque tal vez no es muy aleccionadora (si bien al final para algunos hay un margen para la esperanza, todo hace pensar que el futuro no será muy luminoso): por lo menos ayuda a mitigar la soledad de personajes que no saben estar solos, que no atinan a hacerse cargo de sí mismos. La labor de la debutante es valiosa, pues además de hacer el diagnóstico mencionado, consigue generar empatía con personajes que no son particularmente simpáticos (a diferencia de los personajes que habitan las cintas del realizador norteamericano). Así lo han reconocido algunos festivales de cine nacionales.

Calificación 75%
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