No manches Frida (2016) es un producto natural de nuestros tiempos… y del cine norteamericano. Se minimiza el riesgo al fusilarse una película que fue taquillera –la alemana Fack ju Göhte (2013), de la cual, por cierto, existe una segunda parte–, a su fabricación contribuyeron capitales estadounidenses y mexicanos y ha sido concebida para públicos hispanoparlantes de allá y de acá. Entre los productores se encuentra la filial cinematográfica de Televisa. Y se nota.
Dirigida por el español Nacho G. Velilla, No manches Frida da cuenta de los contratiempos que enfrenta Ezequiel (Omar Chaparro). Éste es un ladrón que sale de la cárcel y, cuando se apresta a ir por el botín de su último golpe, se entera que está enterrado debajo del gimnasio de la escuela Frida Kahlo. Para recuperar lo robado busca trabajar ahí como conserje, pero lo contratan como maestro. Llega a un grupo violento, y con violencia los apacigua. Mientras vive altibajos en su labor, crece su relación con Lucy (Martha Higareda), una maestra sosa, que es recta y vive atormentada.
Velilla echa mano del librito de la comedia según Televisa: más que empujar una historia con cierto desarrollo, junta una serie de escenas “chistosas”, se surte con gusto del pastelazo, del cliché, del estereotipo y de prejuicios de género, raciales, etc. En esta escuela para ser cool es requisito insultar; ser joven es sinónimo de ser malhablado (y no es que a estas alturas alguien se escandalice por las “malas palabras”: más insultante resulta su gratuidad); cada escena avanza por medio de la agresión, verbal o física, del otro; y si el modelo de éxito está en el narcotraficante, el de belleza está en la prostituta. Si hasta parece la escuelita del programa de televisión de Jorge Ortiz de Pinedo. Pretende emular hitos del género escolar, como Con ganas de triunfar (Stand and Deliver, 1988) de Ramón Menéndez y, ya entrados en fusiles, hasta Lilo & Stitch (2002). Los resultados son muy pobres, como cabía anticipar por el tráiler (tampoco es que uno esperara algo medianamente notable). Es incluso peor.
Porque No manches Frida pretende ser una película educativa: los caminos del aprendizaje son insondables. Cualquiera puede ser maestro, nos dicen acá. ¡Ajá! (Eso sí, el origen delincuencial de algunos profesores podría explicar más de un fenómeno político, como aquel mexiquense que decía que “un político pobre es un pobre político” y más de alguno que engrosa las filas de los sindicatos magisteriales.) Existen lagunas argumentales que son océanos: para empezar, ¿cómo fue el entierro del botín que da pretexto a la cinta?; aunque Ezequiel muestra su desinterés por Lucy, ésta le reclama que la enamorara y le mintiera; los pasajes de aprendizaje se resuelven con canciones (los caminos de la educación no sólo son insondables, son prescindibles); los grupos se asignan a un maestro, pero luego resulta que aparece otro al frente. Y si los personajes principales son meramente funcionales y resultan más bien artificiales, los secundarios existen para que los otros tengan alguien para dialogar o como requisito para que algunos “chistes” se sostengan. Con todo y los “giros” presentes, el final se ve venir desde muy temprano.
Televisa y Velilla piensan que ser fresco es ser excesivo; suponen que cumplen su misión porque generan algunas risas, mas confunden incorrección con irresponsabilidad y mandan señales contradictorias. De rebote y acaso involuntariamente exhiben la mezquindad ambiente en un país que parece que sólo puede comunicarse por medio del insulto y la agresión. El problema es que el tono para la crítica es errático y no hay manera de tomarse en serio nada de lo que tiene afanes aleccionadores y hasta moralinos. En lo que están claros realizador y productores es en que no importa importar fórmulas groseras si así cumplen con su objetivo fundamental: ganar harto dinero. En conclusión: No manches Frida es otra pobre película que hará más ricos a sus productores; otra comedia dudosa que engrosa la lista de las películas más taquilleras mexicanas.