El terror está en otra parte

El verano cinematográfico de este año es un homenaje a la pereza creativa. Para llenar las chorromil pantallas de los abundantes complejos de minisalas, los estudios han “apostado” por reciclar franquicias o títulos de probado éxito. Ya vimos Mad Max y Mundo Jurásico. Ahora toca el turno a Poltergeist, juegos diabólicos (Poltergeist, 2015), que en 1982 llenó de sustos la sala oscura para luego dar lugar a un par de secuelas. Entre los autores del guión de ésta aparece Steven Spielberg; también su nombre aparece en el reinicio que recién llega a nuestras pantallas.

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En la producción de Poltergeist, juegos diabólicos participó Sam Raimi (quien tiene larga experiencia en el terror y dirigió la saga de Spider-Man entre 2002 a 2007) y es el tercer largometraje del británico Gil Kenan, también responsable de Monster House, la casa de los sustos (Monster House, 2006) y Ember: la ciudad perdida (City of Ember, 2008). La historia recoge las contrariedades de los Bowen: papá (Sam Rockwell), mamá (Rosemarie DeWitt) y sus tres hijos. Todo inicia cuando se mudan a una casa en los suburbios. La familia está en crisis económica, el padre está desempleado y la nueva morada parece gustarle tan sólo a la hija más pequeña. Pero cuando ésta desaparece, después de una presentarse una serie de fenómenos paranormales, los demás caen en la cuenta que se enfrentan a un enemigo sobrenatural y buscan especialistas en la materia para solucionar el entuerto.

Kenan concibe una puesta en escena y un registro en cámara que son funcionales. Con claridad nos ilustra el caprichoso comportamiento de los entes que habitan la casa de los Bowen, que se manifiestan por medio de los aparatos que funcionan con electricidad: en la televisión o en instrumentos musicales, pero también en los focos. Después de que nos enteran del origen del fenómeno también nos dicen que se trata de un poltergeist, es decir fantasmas que tienen la particularidad de provocar desmanes físicos, ser hostiles y violentos (uno se tranquiliza un poco cuando escucha esto, porque descubre que también existen otros que son pacíficos y amigables… que seguramente no asustan). En la ruta asistimos a una serie de imágenes que son verdaderamente dantescas y sugieren la colindancia del mundo humano con el infierno. Todo esto es provechoso para asomarnos al terror con sentido: la familia y la crisis económica (o, mejor, la familia en crisis económica) es asunto de miedo. Kenan concibe una puesta al día y en la cinta se utilizan algunos gadgets que ya forman parte infaltable del paisaje moderno: los teléfonos celulares y los drones, que aquí ayudan a visualizar o detectar a los huéspedes insidiosos. La crisis no cambia (los bancos y sus tasas criminales no dejan de ser materia del terror más insultante), y hace treinta años como hoy, la ubicación del hogar está en función de lo que las circunstancias económicas permiten. Y una vez instalados no es fácil pensar en otra mudanza.

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No obstante Poltergeist, juegos diabólicos es inconsecuente con estos planteamientos (los gastos excesivos y gratuitos del padre, aun con las tarjetas de crédito sin saldo disponible, tan sólo alimentan una breve reclamación: eso sí, lo que compra luego resulta harto útil). Por otra parte, el terror es rutinario y, también, inconsecuente. En ningún momento se siente que la familia realmente esté en peligro, y el paso del umbral de este mundo al otro –en el que habitan los ¿fantasmas?, ¿espíritus?– no es particularmente escalofriante. Se vuelve con poca fortuna, además, al asunto de los viajes astrales y banales fantasías similares. Porque el problema principal de Poltergeist es que no ofrece nada verdaderamente novedoso: sabe a déjà vu. Esta situación tiene una fácil explicación: desde 1982 hemos visto hasta el hartazgo visitas similares a casas habitadas por entes indecentes y a familias que sufren porque no tienen escapatoria. La puesta al día es así más superficial que tenebrosa.

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