Los prodigios de la contemplación: de Nietzsche a Kiarostami pasando por Byung-Chul

Para Rodolfo García Mateos

Una de las singularidades del cine de Abbas Kiarostmi, quien falleció la semana anterior, es la constante invitación a la contemplación. Si bien el ritmo de sus películas no es particularmente lento, son abundantes los pasajes de quietud o de tránsito, de aparente falta de acción, en los que el espectador no se ve impelido a ocuparse armando la historia, una de sus labores habituales, y puede comenzar a contemplar: gestos, paisajes, acciones nimias. Este rasgo de su estilo, como saben otros artífices de la contemplación, es una herramienta eficaz pero también una forma de alejar a sectores importantes de la audiencia, los que privilegian los blockbusters de acción o las adocenadas comedias románticas, que se apersonan en la sala oscura para ver la “nueva película de Nicolas Cage o la última de los Avengers” mientras comen palomitas. No obstante, la contemplación, que hoy no es una actitud masiva, rinde frutos para el que la trabaja; incluso convoca más de un prodigio.

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Los tiempos que corren son los tiempos de la hiperactividad. Incluso en momentos de parcial o total ocio, es habitual que el ocioso esté al pendiente de la pantalla de su teléfono celular. Esto se puede ver lo mismo en reuniones familiares, salones de clase, salas de cine –es un fastidio que en plena proyección más de un espectador esté siguiendo “sus redes sociales” y encandilando a los que están cerca– y hasta en mingitorios (casi una proeza de equilibrio). En La sociedad del cansancio el filósofo coreano Han Byung-Chul comenta que en la sociedad actual “el exceso de positividad se manifiesta […] como un exceso de estímulos, informaciones e impulsos”. La consecuencia es que la percepción se fragmenta y se dispersa. El hombre tardomoderno, activo hasta en el ocio, es incapaz de alcanzar el aburrimiento profundo, el cual correspondería, según el filósofo, “al punto álgido de la relajación espiritual”. Walter Benjamin, citado por Byung-Chul, llama al aburrimiento profundo “el pájaro de sueño que incuba el huevo de la experiencia” y hace posible la escucha paciente.

El pensador coreano trae a cuento a Nietzsche, en particular El ocaso de los dioses, en la que el alemán “formula tres tareas por las que se requieren educadores: hay que aprender a mirar, a pensar y a hablar y escribir […] Aprender a mirar significa «acostumbrar el ojo a mirar con calma y con paciencia, a dejar que las cosas se acerquen al ojo», es decir, educar el ojo para una profunda y contemplativa atención, para una mirada larga y pausada. Este aprender a mirar constituye la «primera enseñanza preliminar para la espiritualidad»”. En una propuesta que parece retomar años después el filósofo español Xavier Zubiri, Nietzsche anota que “uno tiene que aprender a «no responder inmediatamente a un impulso, sino a controlar los instintos que inhiben y ponen término a las cosas»”. Acaso no es preciso señalarlo, pero Nietzsche escribía todo esto cuando no existían ni el cine ni la televisión ni Facebook.

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Cuando una cinta (de Abbas Kiarostami, de Jacques Tati –cuyas películas ofrecen una riqueza maravillosa para el espectador atento que sigue la invitación del errar de la mirada–, de Ingmar Bergman, de Andrei Tarkovski, de Carlos Reygadas o de Lisandro Alonso, por citar a algunos “artífices de la lentitud”) propone la experiencia de la contemplación, el espectador tiene dos opciones: abandonar la película –dormirse o irse del cine, que para el caso es lo mismo– o involucrarse y dialogar con lo que la cinta le propone. Lo segundo supone un esfuerzo que puede llegar a convertirse en una rica experiencia; demanda en principio un ser humano capaz de lidiar con su aburrimiento (porque no hay películas aburridas, sólo espectadores aburridos), un espectador dispuesto a someter a escrutinio y contraste sus principios y parámetros de vida, a dialogar con el autor del otro lado de la pantalla. Paradójicamente (¿o no?) la contemplación supone una actividad, y no cualquier actividad: de acuerdo con Byung-Chul, “en cuanto acción que dice No y es soberana, la vida contemplativa es más activa que cualquier hiperactividad, pues esta última representa precisamente un síntoma del agotamiento espiritual.” En los tiempos que corren le tenemos pavor al aburrimiento porque éste nos pone frente al vacío que mitiga y acaso aplaza, pero nunca acalla, la hiperactividad, el multitasking. Ir a contemplar el propio vacío en la sala oscura, para más de un espectador que pagó boleto puede parecer un abuso de confianza, incluso un insulto. Hace poco me comentaba un alumno los disgustos que vio en la sala durante la proyección de Somewhere de Sofia Coppola: los quejosos decían que una cosa es que te muestren el aburrimiento y otra que te aburran. Nadie les dijo que la Coppola buscaba algo más que informar sobre el estado de ánimo de sus personajes: el aburrmiento en este caso cobra densidad justamente al compartirlo, al hacer que el espectador se asome a un vacío que no sólo viven los personajes. Esto explica de alguna forma que las películas de Kiarostami no llegaran a la cartelera comercial.

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La sala de cine es cada vez menos un espacio propicio para la contemplación. Como anotó David Bordwell en su magnífico texto “Una mirada veloz” el cine de Hollywood (que condiciona el consumo y la forma de ver las películas) apuesta por una “aceleración” cada vez mayor. El académico norteamericano apunta que la duración promedio de los planos entre 1930 y 1960 era de entre ocho y once segundos –y las películas tenían entre trescientos y seiscientos planos–; la cifra fue decreciendo, y en los noventa menciona cintas cuyos planos en promedio duran 1.5 segundos). Con Kiarostami los planos se extienden mucho más allá de esos límites (hay planos en El sabor de la cereza, por ejemplo que duran medio minuto o más); lo mismo puede constatarse en las películas de Tarkovski, Angelopoulos, Antonioni o Alonso. La tendencia se agudiza con propuestas de exhibición como el 4DX, que es generoso en zangoloteos, golpecitos, brisas y olores, y pone en movimiento al que estático mira y escucha (esta forma de exhibición, no me canso de decirlo, es pertinente para películas insustanciales y con historias convencionales, porque las distracciones constante obstaculizan la sana recepción de la proyección).

La sala de cine rara vez es, hoy día, un espacio para la espiritualidad. Hoy día, me temo, no existe tal lugar.

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