El hilo fantasma: la felicidad de Edipo

En los ocho largometrajes de ficción que ha dirigido, Paul Thomas Anderson ha mostrado ser un cineasta riguroso, un espeleólogo serio. Lo suyo es abordar asuntos tortuosos con la densidad que demandan; ir bajo la superficie, muy abajo, y descubrir, revelar. Acompaña así a personajes obsesivos que se mueven en la línea del ridículo, que manifiestan comportamientos atípicos que se pueden diagnosticar como patologías (con mundos interiores abigarrados, a los que dan vida actores no menos atípicos, viscerales, como Joaquin Phoenix o Daniel Day-Lewis). En The Master (2012) da cuenta del extravío moral y espiritual que dejó la segunda guerra mundial; en Petróleo sangriento (There Will Be Blood, 2007) la obsesión se multiplica con la ambición; en Embriagado de amor (Punch-Drunk Love, 2002) el amor es una especie de gracia que se concede a los idiotas (en un sentido dostoievskiano, inocente, iluminador). En El hilo fantasma (The Phantom Thread, 2017), su más reciente entrega, el amor también cobra importancia, pero no es inocente, no.

El hilo fantasma parte de un guión escrito por el cineasta y ubica la acción en 1950, en Londres. Acompaña a un diseñador de ropa, Reynolds Woodcock (Daniel Day-Lewis), quien encabeza una casa de alta costura. Él es controlador, exigente (al inicio es definido como “el hombre más exigente”), caprichoso y bastante rutinario. Dirige el negocio con su hermana Cyril (Lesley Manville) y habitualmente se hace acompañar por una joven mujer a la que impulsa, convierte en su amante y después desecha. La trama sigue el proceso que sigue con la provinciana Alma (Vicky Krieps), quien tiene en mente un futuro diferente.

Para no variar, Anderson hace gala de un estilo lucidor. A veces discreto, a veces ostensible, a veces incómodo. La cámara se mueve con elegancia y conduce el relato con agilidad: es la herramienta para ingresar, para ir detrás de la fachada, para ir a las profundidades. La luz, cortesía del propio Anderson –quien se hace cargo de la cinefotografía y filma en 35 mm.–, va de la calidez a la frialdad. En todo momento saca buen provecho del grano de la película y en algunos pasajes las atmósferas cobran tintes enfermizos. En la banda sonora es perceptible un trabajo prodigioso. En la mayor parte de la cinta se escuchan músicas (algunas son de la autoría del británico Jonny Greenwood, uno de los pilares de Radiohead y colaborador de cabecera de Anderson) que aportan toques románticos, pero su omnipresencia resulta excesiva.

Este marco formal, con tintes del Hollywood clásico, construye un espejo incómodo que va de la elegancia superficial –que puede ser el sueño de más de una jovencita– a las sinuosidades de la mente: la cinta es una especie de terapia en la que se hace consciente lo que bulle en el inconsciente, en la que se hace visible, sensible, el zurcido invisible al que alude el título. Anderson presenta a un hombre que sabe hacer uso de su poder y al que disgustan las sorpresas. Lo define como una especie de Dr. Frankenstein que moldea a las chicas que toma bajo su tutela. Un modisto con un complejo de Edipo del tamaño de su obsesión. La trama se desenreda para ilustrar el fundamento de las relaciones de pareja, para iluminar de qué está hecho el amor (Guillermo del Toro hace del amor algo fantástico en La forma del agua; Anderson exhibe sus raíces enfermizas): en una secuencia maravillosa, en la que Woodcock yace enfermo en cama, tiene visiones y habla a su madre, vestida con un traje de novia ¡que él le diseñó! El hombre poderoso, al que disgustan las sorpresas es sorprendido gratamente por su clarividente Alma, recibe una lección y acepta gustoso su “castigo”; es más, se casa con él. El diseñador vislumbra así la felicidad. El gran Segismundo estaría orgulloso…

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