Club Sándwich o la virtud de la lentitud

Club Sándwich (2013) es el tercer largometraje del mexicano Fernando Eimbcke, también responsable de Temporada de patos (2004) y Lake Tahoe (2008). Como en éstas, registra la cotidianidad de una familia disfuncional (“todas las familias son disfuncionales”, comentó en el festival de Morelia del año anterior) y acompaña a adolescentes cuyos padres están ausentes; a diferencia de ellas, ahora la madre sí está presente. Y mucho.

Escrita por Eimbcke en solitario (en los guiones de las entregas anteriores participó Paula Markovitch), Club Sándwich recoge las vacaciones de Paloma (María Renée Prudencio) y Héctor (Lucio Giménez Cacho; sí, es hijo de Daniel), su puberto hijo, en un hotel cercano a la playa, del que son los únicos huéspedes. Comparten con similar desparpajo la habitación y las horas de ocio; mantienen una relación cálida, de camaradas, se diría que son “mejores amigos”. Hasta que aparecen otros huéspedes, entre ellos una joven rolliza. Héctor y ella tienen acercamientos que al principio son azarosos y breves y luego son concertados y largos. Paloma y él, entonces, enfrentan obstáculos hasta entonces desconocidos; y su trato sufre algunos cambios.

Con una cámara tan atenta como fija (no hay un sólo movimiento de aquélla en toda la cinta), Eimbcke explora la relación de una madre, aún joven y sin pareja, que vive con su hijo. El realizador vuelve a dejar constancia de su habilidad para descubrir la riqueza que hay en los pequeños gestos y en los tiempos aparentemente muertos, así como para hacer sensibles las tensiones entre los personajes por medio de los silencios: aborda con frescura la acción sin acción (como en Temporada de patos) y da cuenta con agudeza de lo que sucede en esos momentos donde a simple vista no pasa nada (como en Lake Tahoe). Aquí la relación entre Paloma y Héctor está llena de guiños, y el acercamiento cinematográfico deja ver con naturalidad la confianza y el conocimiento que ambos comparten.

Con parsimonia, justo es anotar… para no variar. Eimbcke establece un ritmo lento que es pertinente para la observación y que resulta provechoso para ingresar a la intimidad familiar. Transita con solvencia por la estética de la lentitud, que no del tedio: la primera se manifiesta en elementos presentes en la cinta -en la duración de planos, en el ritmo que éste genera con el movimiento de los actores en escena- y es pertinente para invitar al espectador a mirar hacia su interior, de donde ha de regresar con ánimos renovados para enriquecer la experiencia -de la cinta y de lo vivido-; el tedio aparece en el que asume una postura pasiva y no se anima a hacer ese viaje, y por eso no es capaz de sacudir su aburrimiento: no hay películas aburridas, pero sí hay gente aburrida. Lo extraordinario con este cineasta (como con Jim Jarmusch, una de sus principales influencias) es que ofrece con sutileza lo suficiente -lo necesario- para que el espectador entre en actividad, y para ello muchas veces apela al reconocimiento de situaciones que son cotidianas (decidir qué comer, exprimir un grano, compartir un rastrillo) y que son observadas con un ánimo ligero pero no superficial, con un humor que es revelador y que bien podría calificarse como respetuoso. En la discreción la labor de Eimbcke cobra relevancia y no extraña que su desempeño fuera reconocido con la Concha de plata a mejor director en San Sebastián en 2013.

Por primera vez en su filmografía Eimbcke se ocupa del desarrollo de un personaje adulto. En sus cintas anteriores despacha con prontitud a los mayores para concentrarse en el acompañamiento de los chamacos, pero ahora sigue de cerca y exhibe diversos atisbos de los padecimientos de la madre ante el cambio de intereses de su niño que ya no es niño; y de ella esboza un perfil de una calidez memorable. Si antes atendía las razones del hijo, ahora son contundentes los motivos de la madre. Y entre risas uno llega a comprenderla y a compartir sus penas. El hijo, por su parte, tiene asuntos más importantes que atender que la desazón materna: las hormonas no entienden razones ni saben de lealtades y menos de solidaridades.

Club Sándwich ilumina el crecimiento que viven los que conviven, los que están unidos por un fuerte nexo familiar y han desarrollado gran familiaridad. Crecer es dejar ir, pero también saber irse, sugiere Eimbcke (y  aquí encontrar un nuevo lugar representa un problema físico y emocional). Frente a su lente se multiplican los matices de la llaneza y lo habitual gana visibilidad mediante una propuesta atípica que convoca a la ironía: nos hace ver lo extraordinario que es lo ordinario. Ahí donde el cine convencional -al estilo norteamericano, pues- nos endilga una diarrea oral, Eimbcke registra pocos diálogos; ahí donde Hollywood grita, Eimbcke susurra; ahí donde la estridencia nos satura y la urgencia nos apura, el realizador mexicano es sutil, se toma su tiempo y nos da tiempo para sentir, cuestionar, recordar, evocar, reflexionar. Su cine muestra, en conclusión, que la lentitud puede ser una gran virtud.


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