Café Society : visita a una sociedad descafeinada

La crítica cinematográfica suele sustentar la evaluación de las películas de Woody Allen en las actuaciones y la narrativa: si para el crítico en turno los actores tienen un desempeño positivo y la historia resulta atractiva e ingeniosa, es más probable que la calificación sea positiva. Algunos críticos, ávidos de singularizar su percepción, apuntan “a bote pronto” giros o transiciones de mayor o menor envergadura en la filmografía del cineasta neoyorquino. Y de que las hay las hay, ya vendrá a dar fe “científica” de ello la arrogante academia, pero habría que subrayar que el cine de Allen evoluciona permanentemente. Quiero creer que el cambio en el cine se explica por el cambio en el hombre. Reconocer todo esto no es ningún descubrimiento agudo, por supuesto: es una constatación al alcance de cualquiera. Es una obviedad, si es que existe algo obvio.

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En Café Society (Cafe Society, 2016), que abrió el festival de Cannes en mayo y es la más reciente entrega de Allen, éste se instala en los años 30, en Hollywood y en Nueva York. En la Meca del Cine sigue a Phil Stern (Steve Carell), un exitoso agente. Por allá llega un sobrino neoyorquino, Bobby (Jesse Eisenberg), quien pretende hacer carrera en la empresa del tío. Poco a poco comienza a conseguirlo, y en la ruta se enamora de la atractiva Vonnie (Kristen Stewart), quien trabaja para Phil. Cuando Bobby pretende regresar a Nueva York y trabajar en el bar de su hermano, las cosas se precipitan y tanto Bobby como Vonnie tienen que tomar decisiones vitales. Bueno, no tan vitales.

 

Si uno se atiene exclusivamente a la historia que recoge Allen, la evaluación no sería muy positiva que digamos. Se trata de una cinta romántica que reserva pocos giros dramáticos y que es más o menos predecible. Al respecto me parece oportuno lanzar una apreciación, una hipótesis. Al buen Woody cada vez le interesan menos las historias y más las exploraciones de corte moral. En Match Point (2005), por ejemplo, ambas, narrativa y reflexión, conforman un romance feliz. En adelante las historias presentan sensibles altibajos, pero la revisión de comportamientos y sus implicaciones no ha dejado de ofrecer momentos memorables: cabe pensar que se impone el moralista al narrador. Actualmente Allen parece tener prisa y resuelve pasajes completos del drama en una escena o en una frase (aprovechando que a menudo echa mano de un narrador). No es de extrañar, así, que las películas más recientes apenas rebasen los 90 minutos de duración. Las reflexiones de orden moral, aun si son tibias, dan para mucho más.

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La historia de Café Society no presenta grandes giros, reitero, y esto puede resultar decepcionante para el que va al cine a ver historias. No falta, empero, riqueza en la forma y en el fondo (como sucede, por lo demás en toda la filmografía del cineasta: otra obviedad). Allen entrega una cinta elegante que alcanza rasgos de exquisitez en la puesta en escena y en la puesta en cámara. La luz, cortesía de ese “monstruo” de la cinefotografía que es el italiano Vittorio Storaro (colaborador de cabecera de Bernardo Bertolucci y responsable de la luz de más de una cinta de Francis Ford Coppola), imprime buenas dosis de emoción. Los diferentes matices que se observan dan cuenta lo mismo de ámbitos distintos y contrastantes (los más obvios serían el registro diferenciado de Los Ángeles y de Nueva York) que de las transiciones emocionales de los personajes, en un ambiente a menudo cálido. El resto de la puesta en escena es más que funcional y es conveniente para algo más que crear la época, con escenografías y vestuarios que van de la suntuosidad californiana a la miseria y el esplendor neoyorquinos. La cámara, que propone buena profundidad de campo permanentemente, acompaña y empuja, muestra y revela. Todo esto va construyendo un ánimo nostálgico, melancólico, una memoria emocional.

Este marco es pertinente para abonar a la percepción que Allen ha mostrado en más de una película sobre la frivolidad hollywoodense (al que el cineasta ve con emociones mezcladas, que lo fascina y lo aburre, como dice Bobby; responsable de la mitología con la que creció en pantalla y de la decepción por la superficialidad del medio en el que se realizaron) y la densidad neoyorquina. Asimismo, para continuar su examen sobre los comportamientos de los jóvenes, particularmente en lo relativo a las relaciones que involucran los afectos. En Café Society, lo mismo que en Un hombre irracional (2015) seguimos a personajes femeninos que sin renunciar al amor privilegian sus aristas pragmáticas, a hombres un tanto blandos, lejanos del héroe romántico. Ambos, él y ella, aquí añoran relaciones a distancia, como las que se establecen hoy día gracias a los dispositivos electrónicos vía internet. Relaciones como éstas abonan a una sociedad descafeinada.

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A modo de consolación y cuando estamos frente a una película mediana de Allen se dice que aun así ofrece más que el cine que habita la cartelera comercial. Obvio. Refrendarlo es una facilidad pero no una inexactitud. Café Society no es una obra maestra; tampoco es un desperdicio. Es una entrega honesta de un hombre que envejece. Para mí el cine cobra sentido cuando se establece un diálogo con el otro que está detrás de la obra. Y sigo viendo con emoción al Allen que se exhibe en sus obras, a Allen, que se exhibe en sus obras.

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