Cafarnaúm: el desmadre de un país sin padres

Cafarnaúm (2018) se propone hacer un diagnóstico del statu quo libanés. De acuerdo a la cinta, Líbano es un país sobrepoblado, deteriorado, donde todos están jodidos –si bien unos están más jodidos que otros–, con una gran cantidad de inmigrantes y otra de ilegales locales (pues, por alguna razón, la gente no registra a sus hijos, aunque al parecer hay beneficios por estar en regla con el sistema); la gente vive amontonada, en el abandono (la autoridad está ausente), en continua violencia dentro y fuera de casa. El paisaje que se esboza es terrible, y es difícil no salir maltratado de la exposición de tanta miseria. La forma de presentarlo, sin embargo, presenta sus bemoles y merece atención.

Cafarnaúm es el tercer largometraje de la libanesa Nadine Labaki, quien se había acercado en sus entregas anteriores, en un tono ligero, a las vicisitudes de las mujeres de su país: Caramel (Sukkar banat, 2007) y ¿A dónde vamos ahora? (Et maintenant on va où?, 2011). Acompaña ahora a Zain (Zain Al Rafeea), un chamaco de edad indeterminada (un médico legista calcula que tiene 12 años) que, al inicio de la cinta, demanda a sus padres por haber nacido. Pronto, flashback mediante, somos testigos de las condiciones en las que vive y crece: hacinado con hartos hermanos, no va a la escuela y pasa sus jornadas trabajando para un tendero abusivo. La gota que derrama el vaso es la menstruación de su hermana, pues esto supone que habrá de casarse. Zain huye de casa y es acogido por una inmigrante ilegal. Y sí, las cosas pueden ir peor y van de mal en peor.

Labaki emula la estrategia que tan buenos dividendos ha dado al cine iraní (recordemos Los niños del cielo de Majid Majidi, El globo blanco de Jafar Panahi o Las tortugas también vuelan de Bahman Ghobadi): desde la perspectiva de un niño se presenta una realidad sórdida. El acercamiento evita el uso de maquillaje, por lo que la puesta en escena es de corte realista, cercana al documental, y los personajes son interpretados por actores no profesionales. La cámara acompaña, por momentos es contemplativa y se puede decir que es el primer testigo que compadece lo que registra. Pero Labaki le da un protagonismo mayor a la cámara, que no sólo es testigo, sino que se acerca obstinadamente, se mueve y pierde la estabilidad continuamente. Así, el frenesí de la escena se intensifica, y el caos al que alude el título original se multiplica. La música, por su parte, es utilizada de forma convencional, para subrayar las emociones (recordemos que hay quien considera que la música es un “semáforo emocional”, que instruye al espectador sobre el sentimiento que debe acoger en cada momento). Por momentos, así, asistimos a un melodrama cabal. Se recomienda asistir a la sala con abundantes pañuelos desechables.

El paisaje que se registra presenta suficientes aristas para sacudir al más indiferente. El rostro de Zain, de una tristeza infinita, y las responsabilidades que debe asumir alcanzan para que la cinta resulte devastadora. Por eso el exceso del registro, con marcados matices efectistas –que lo mismo puede resultar machacoso que cobrar protagonismo y distraer de lo que acontece en la escena– puede traducirse en “rudeza innecesaria”. El guión, con su uso del flashback, ya contribuía a dar golpes de efecto. El abordaje del caso de la inmigrante es ilustrativo de este afán, pues si bien está llamada a ser un personaje principal, es relegada a un rol secundario; es olvidada por largos pasajes y aparece en momentos en que se hacen evidentes los mentados golpes de efecto.

Cafarnaúm fue ovacionada a lo largo de 15 minutos en Cannes, donde fue presentada el año anterior; de ahí salió con el Premio del Jurado y el del Jurado Ecuménico.

 

Calificación 75%

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