Ad Astra o la imposibilidad de escapar de la condición humana

Al momento de evaluar una película, para algunos espectadores, comentadores y críticos de cine –incluso para algunos realizadores– lo más importante es la historia que en ella se cuenta. Sin dejar de reconocer el lugar relevante que tiene la historia, para mí ésta es un medio para algo más: para entretener, pero sobre todo para mover y conmover al espectador y, mientras provoca emociones, para dar cauce a la sustancia y compartir una visión del mundo, reflexiones o preocupaciones sobre el fenómeno humano, sobre tal o cual aspecto del arte o del cine. La emoción es fundamental para que la historia potencie su valor, es decir para que la sustancia resulte significativa. De la historia espero, para empezar, pretextos para la emoción, pero si la ambición se agota ahí, me quedo con la sensación de que asistir a la sala oscura es más o menos lo mismo que ir a Six Flags: una experiencia que puede ser tan intensa como vacía. De ahí mis reservas con algunos grandes hits de tiempos recientes, como las últimas películas habitadas por los Avengers o lo último que firmó Tarantino. Para entretenerme me basta la vida: del arte en general y del cine en particular demando algo más. La presencia o ausencia de ese algo más es fundamental para la evaluación. Con Ad Astra: hacia las estrellas (Ad Astra, 2019) sucede algo poco habitual: la historia presenta algunos puntos flojos o deslices, pero la propuesta temática es bastante consistente, bastante valiosa. En todo caso –y aun siendo irrelevante para emprender la crítica– confieso de entrada que la cinta me encantó.

Ad Astra: hacia las estrellas es la más reciente entrega del neoyorquino James Gray, quien posee una breve pero sólida filmografía. (Sus películas suelen competir en los festivales más importantes: Sueños de libertad, Amantes, La noche es nuestra y La traición aspiraron a la Palma de oro de Cannes; Little Odessa y Ad Astra participaron en la sección oficial de Venecia, y la primera obtuvo el León de plata.) La historia de Ad Astra se ubica en un futuro posible (en el que son viables en algunos días los viajes espaciales a planetas distantes, y en más de uno de ellos hay estaciones habitadas por humanos) y sigue las contrariedades de Roy McBride (Brad Pitt). Éste es un astronauta tranquilo, eficiente y obediente. Su rutina se ve alterada cuando le encargan una misión que involucra a su padre, a quien no ha visto desde los 16 años, cuando aquél abandonó a la familia.

Gray propone una reflexiva voz en off del protagonista como un vehículo para ingresar a su mente. Desde ahí asistimos a una aventura espacial registrada con solvencia y que va del thriller al misterio, al drama. El estilo no busca el lucimiento: es claro y directo, pertinente para naturalizar un estado de cosas extraordinario, para ensalzar con discreción las habilidades de Roy, para empujar una especie de Mad Max en la Luna o para regresar sobre episodios y circunstancias que habitualmente recoge el cine en el espacio. La luz, que va de lo cálido a lo enfermizo (cortesía del suizo Hoyte Van Hoytema, cinefotógrafo de las más recientes entregas de Christopher Nolan) hace verosímil espacios y distancias (y la cinta llega hasta Neptuno, sí pues) y contribuye de forma importante a dar cuenta del ánimo del personaje, a empujar diversas emociones. Con un ritmo apacible, a imagen y semejanza del inalterable pulso de Roy, asistimos a su cotidianidad; con algunos saltos al pasado se va visualizando y armando su acallado pasado. Las músicas del sueco Ludwig Göransson dejan ver un afán experimental y dan cierta abstracción al paisaje que se esboza.

Estas maravillas audiovisuales, por momentos transparentes y en otros sugerentes, son pertinentes para probar una especie de hipótesis con matices filosóficos. Gray regresa sobre asuntos que tienden puentes lo mismo con El corazón de las tinieblas de Joseph Conrad (novela que inspiró el Apocalipsis según Coppola) que con el Hulk (2003) de Ang Lee y hasta El árbol de la vida de Malick para revisitar las contrariedades de la filiación. El hijo tiene que lidiar con los pecados del padre (de un padre que confiesa con todas las letras que su familia no le importa, aseveración extraordinaria en el cine en general y en el norteamericano en partícular, pues para el séptimo arte convencional la familia es una institución venerada e intocable), de un padre que admira y ha sido su inspiración. Roy, insensible, ha construido una vida lejos del sufrimiento; se somete a las órdenes de sus superiores aun cuando es consciente que está siendo utilizado. La aventura lo lleva a encarar sus más grandes miedos, a constatar cómo termina por reproducir lo que más reprocha a su padre, a reconocer que lo ama, aunque sea un ser humano bastante cuestionable (al final eso es la familia, ¿no?: amar a personas con inocultables facetas cuestionables); y va de la obediencia a la rebeldía, cual Edipo del futuro. Gray no explora nada nuevo, es cierto, pero imprime un sello personal que resulta original. El valor está en en la forma de presentarlo, en la oportunidad y la pertinencia del recordatorio de los atávicos rasgos que han definido, definen y definirán lo humano, así como en la constatación de que estamos solos y la revaloración del otro. Su afán ilumina que no importa qué tanto el humano desarrolle la tecnología y qué tan lejos llegue –literalmente–, no podrá escapar de su condición, y la exploración de esta condición parece honesta. Lo cual no es poca cosa.

Calificación 80%

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