Actores I: un poco de humildad, por favor

Con Roma (2018) Alfonso Cuarón ha puesto sobre la mesa asuntos que han generado debates en diferentes terrenos. Puso en pantalla a un México sin maquillaje, con su clasismo y su machismo. Dio pie a manifestaciones de racismo, y quedó claro que en nuestro país sobreviven prejuicios sociales y estéticos que nacieron con la Colonia y que se han alimentado, robustecido y a veces disimulado –más aún en tiempos de lo políticamente correcto– a lo largo de los siglos. En particular provocó escozor la notoriedad que cobró la actriz principal, Yalitza Aparicio, cuyo desempeño y nominaciones a premios fueron cuestionados y censurados por algunos actores y actrices mexicanos. Su presencia en Roma hace revivir además nociones que se diría que son ontológicas para el cine y que no está de más revisar.

En algunos momentos de la historia del cine han surgido autores, pero también críticos y teóricos, que han procurado establecer las coordenadas que definen al cine. Para la escuela soviética, con S. M. Eisenstein como la figura más visible, el cine se define por el montaje: la narrativa y el sentido se crean mediante la yuxtaposición de planos que no tienen valor por sí mismos. Robert Bresson hace eco de este principio, pero marca una diferencia fundamental con el cine mudo en general y con usos del sonido que la escuela soviética previó. Para los años cuarenta ya era claro el establecimiento de algunas tendencias en el cine que son constatables en la actualidad: estructuras narrativas similares a las utilizadas por la novela del siglo XIX, el sonido como un mero elemento de paisaje y actuaciones enfáticas de corte teatral. A partir de la naturalidad que permite y demanda del dispositivo cinematográfico, Bresson hace una distinción entre cine y cinematógrafo en su célebre libro “Notas sobre el cinematógrafo”. El primero hace una puesta en escena, hace representar “la comedia a los actores” y los fotografía. Es, afirma, “teatro fotografiado”, “teatro bastardo”.  Por su parte, en las películas de cinematógrafo “la expresión se obtiene merced a las relaciones de imágenes y de sonidos, y no de una mímica, de gestos y entonaciones de voz (de actores o de no actores). Que no analiza ni explica. Que recompone”. El cinematógrafo no es un terreno para los actores, sino para los modelos, “tomados de la vida”. Y si el actor parece, el modelo es.

Entre los muchos riesgos que corrió Cuarón en Roma, está la convivencia de dos tradiciones –de dos concepciones– del cine y de la actuación. Es cine con tintes de cinematógrafo. No apuesta por el montaje en términos bressonianos, pero hay una voluntad de autenticidad, y en los actores no profesionales hay atisbos de modelos. Esto genera pasajes en los que el contraste llama la atención y se convierte en una distracción. Porque mientras Aparicio tiene un desempeño que se sustenta en la naturalidad –en la neutralidad–, Marina de Tavira se mueve en la convencionalidad y por momentos incluso en la sobreactuación. Al final el cine convencional –con el rígido Óscar a la cabeza– se ha rendido al resultado y ha reconocido el valor de ambas. Al menos el cine convencional menos prejuiciado (¿o políticamente correcto?: el miedo a la incorrección recorre el mundo), porque en México ya vimos que se regatea el reconocimiento.

A algunos actores mexicanos, convencionales y prejuiciados (tanto en lo cinematográfico como en lo cultural), no les hizo gracia el éxito de Aparicio. Es emblemático el caso de Sergio Goyri, quien mostró sus prejuicios en ambos terrenos, al llamar a Aparcio “pinche india” y al demeritar su desempeño (porque en la película sólo dice “sí, señora, no, señora”). Previamente habíamos visto cómo el gremio actoral mostró su descontento en los premios Ariel, cuando Brandon López, un chico sin antecedentes histriónicos, obtuvo el permio a mejor actor en la entrega de 2014 por su desempeño en La jaula de oro. A partir del siguiente año se crearon dos nuevas categorías “Actor y actriz revelación”, ¿para que no convivieran los actores –con hartos años de preparación y declamación– y los “advenedizos” sin experiencia (lo nuestro es la segregación… y el clasismo)? Esta actitud muestra lo mismo vanidad que ignorancia: se cree que el actor es el dios de la escena (y sí, es el dios de la escena… teatral), pero el cine se cuenta con la cámara (como sostienen muchos realizadores) y cuando se nomina a un actor a cualquier premio, también se nomina al personaje. Así las cosas, un poco de humildad sería deseable, porque el actor contribuye a la creación del personaje y su presencia tiene una función dentro del todo que es la película. Habría que darle crédito en primer lugar al guionista que dio existencia al personaje, al director que lo hace vivir y lo matiza (que lo dirige), al fotógrafo, al escenógrafo, al maquillista, al vestuarista, que coadyuvan a moldearlo (hasta del montador, “del que dependes un montón”, como reconoce Jude Law, quien invita a los actores a olvidarse de “su estilo” y hacer “caso al director”). Todos los involucrados en la existencia de una cinta, todos, contribuyen a una idea, a un producto. Los cinefotógrafos generalmente son humildes y reconocen que trabajan para ella; los actores no siempre lo son (en alguna entrevista de Tavira hablaba de lo que Cuarón le dio a ella, no de lo que ella le dio a Roma).

El premio Ariel merece atención porque condensa ambiciones a veces disímbolas. Le gusta el relumbrón al estilo Hollywood (y copia el nombre de la Academia etcétera; que alguien me explique por favor en dónde vemos en acción las “Ciencias cinematográficas” mexicanas), con su alfombra roja y toda la parafernalia, pero se jacta de su reconocimiento a la calidad y las búsquedas del mal llamado “cine de arte” (y su añeja excepción cultural a la francesa); le gusta juntar a Abbas Kiarostami y a Steven Spielberg. Así, hay quien desfila por la alfombra con tenis, con traje y sin corbata, y en las nominaciones cabe Carlos Reygadas. Y si los actores se molestan, pues creamos otras categorías (en algunas ediciones ha habido hasta ocho), y cuando no hay cómo llenarlas juntamos actores y actrices, como en la edición 61, la de este año (2019), en la que no hay “Revelación masculina” ni “Revelación femenina”, sino solamente “Revelación actoral” (ya escucho las quejas por la equidad de género si no lo reciben ex aequo un actor y una actriz). Las nominaciones, en todo caso, no deberían depender de la carrera del actor, sino del rol que tienen en la cinta; el premio, de su desempeño.

Más allá de que Aparicio obtenga el premio a mejor actriz (si bien cabía la posibilidad de que la mandaran a la mentada “revelación”), ella tiene un reto a futuro porque ha manifestado su intención de dedicarse a la actuación. Si sus planes pasan por el cine más que por el cinematógrafo tendrá que jugar (aprender a jugar) bajo las reglas de la convención. Esperemos que, haga lo que haga, conserve la humildad.

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